Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

lunes, abril 21, 2008

Tocqueville, una vez más

Juan del Agua

Una de las características más singulares del patrimonio cultural occidental es la de poseer numerosas posibilidades inéditas que han ido acumulándose a lo largo del tiempo, ya porque no pudieron ser utilizadas ante un cambio brusco de la circunstancia o debido a una situación imprevista y se arrinconaron, ya porque no fueron rectamente entendidas en el momento de su aparición y cayeron en el olvido; o bien, porque no encontraron el momento histórico idóneo para ser utilizadas, o llegar a una granazón plena; o a causa, en fin, de su extemporaneidad –anticipación genial de una realidad histórica que no verá plenamente la luz, pero que, permanecerá como posibilidad a la espera de una virtual reaparición. Nuestro patrimonio cultural está constituido, pues, por un lado, de lo que conocemos -o más bien creemos conocer- y, por otro, por las riquezas ocultas, desconocidas, que van surgiendo cuando, obligados por las circunstancias, retornamos con nuevos ojos hacia el pasado para buscar alguna orientación ante los nuevos retos que nos presenta el porvenir. El patrimonio es, por tanto, una realidad viva, depósito de posibilidades humanas reales que se va enriqueciendo –o empobreciendo- según su estudio y utilización en cada presente, ya esté orientado hacia el futuro o sumido en la crisis de un callejón sin salida. No está por tanto de más subrayar que, por uno de sus lados, la historia consiste en el descubrimiento de las posibilidades humanas no exploradas ni explotadas que el patrimonio encierra.

Creo que la figura de Alexis de Tocqueville (1805-1859), una de las personalidades más hondas de la Edad Contemporánea, ha pasado por la casi totalidad de la vicisitudes del patrimonio descritas anteriormente. Basta con describir brevemente la trayectoria de su obra desde la aparición de su primer libro en 1835 para percibirlo. En efecto, la primera parte de su De la democracia en América le procuró cierto renombre a causa de las precisas descripciones de la realidad social americana expuestas en él, y de la la “buena prensa” que el nuevo país tenía en Francia por haber ésta apoyado a los insurgentes durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, la interpretación sobre la realidad de la sociedad democrática americana –y de las sociedades democráticas en general- que Tocqueville dio en la segunda parte (1840) retuvo mucho menos la atención (hoy es la parte que más nos interesa), y su actuación política entre 1839 y 1852, al margen de las ideologías vigentes en su tiempo, pasó sin pena ni gloria. Su muerte prematura le impidió continuar una obra histórica sobre los orígenes de la Revolución francesa –Del Antiguo Régimen y la Revolución (la primera parte fue publicada en 1856)-, cuyas intuiciones servirán en el último tercio del siglo XX para reinterpretar de raíz el fenómeno revolucionario francés, pero en su momento no obtuvo más que la estima de una pequeña minoría ilustrada de la época de Napoleón III. Dejó a su muerte unas interesantes Memorias de su actuación política entre la Revolución de 1848 y el advenimiento del Segundo Imperio, al que no adhirió, y una inmensa correspondencia con una serie de “amistades electivas” que constituye la clave para entender su obra y su insólita figura. Su amigo Gustave de Beaumont publicó entre 1864 y 1866, sus dos obras mayores y una selección de sus cartas con el título de Obras Completas, que alcanzaron algún éxito, pero habrá que esperar casi un siglo para que, en 1951, se emprenda la edición de sus verdaderamente Obras Completas, todavía hoy inconclusa.

Todo lo cual significa que el pensamiento de Tocqueville es más operante y activo a partir del último tercio del siglo XX, que lo fue en vida, y desde su muerte hasta esa fecha. El redescubrimiento de su figura fue obra principal de Raymond Aron quien poco después de que acabara la Segunda Guerra mundial no encontró mejor autor para hacer frente a la influencia del marxismo en Francia. Utilización “ideológica”, que se acopló a la tarea de la publicación de la primera edición íntegra de sus obras. Pero el verdadero alcance de la obra de Tocqueville sólo se ha desvelado cuando, al acercarse la celebración del Segundo Centenario de la Revolución francesa, los historiadores percibieron que la interpretación dada por Tocqueville en su Del antiguo Régimen… no sólo era una de más profundas que se habían dado del fenómeno revolucionario, sino que al tratar de los orígenes de éste obligaba a la reconsideración histórica de toda la llamada época “moderna” (entre 1650 y 1940/50) en Francia.

Pues bien, en torno al Segundo Centenario de su nacimiento (2005) se han publicado una serie de libros que vienen a profundizar en algunos aspectos fundamentales de su obra, como la importancia que Tocqueville otorgaba a la religión en el mantenimiento de una democracia de libertad –“No puedo creer que no se vea claramente que soy un liberal de una nueva especie” escribía a su amigo E. Stöffels en 1836. Descubrimiento que deja vislumbrar la pretensión última de Tocqueville, pretensión no formulada, pero sí sugerida a lo largo de sus cartas y en sus libros: la de realizar, gracias a la instauración de una democracia consensuada, la restauración de la continuidad creadora de la cultura francesa, rota por la actuación de la monarquía francesa, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Lo cual explica su amor por la libertad y su manera de entenderla. Libertad es para Tocqueville capacidad de llegar a ser sí mismo, a la plena identidad personal y colectiva, por tanto, capacidad o habitus del libre arbitrio. Entre otros muchos lugares, en su Viaje a Irlanda (1835) escribió: “La libertad es, en verdad, una cosa santa.. No hay más que otra que merezca mejor ese nombre: la virtud. Aunque, ¿qué es la virtud sino la elección libre del bien?” Para decirlo en términos orteguianos, la libertad es la posibilidad real de que goza el hombre para hacer “lo que hay que hacer, no para hacer cualquier cosa”. Ahora bien, la libertad que concede la democracia no es la “libertad interior”, la sola que asegura “la elección libre del bien”. La barrera protectora de la ley tampoco basta, pues “lo que hay que hacer” pertenece al dominio de la metafísica, no de nuestra mera opinión.

Tocqueville interesa particularmente hoy –y más de lo que podría pensarse- a los que, poseyendo cierta sensibilidad histórica, sienten un profundo desasosiego ante el funcionamiento de la vida social de las democracias actuales, por la ausencia de un verdadero “argumento” de vida colectiva, y a los que desean un horizonte humano que no se reduzca al exclusivo “bienestar material”, bienestar, por otro lado, cada vez más dispar en el seno de las democracias más ricas. La auto-definición de Tocqueville como “liberal de una nueva especie” hay que tomarla, pues, al pie de la letra. Su pensamiento, si bien comparte algunos caracteres genéricos con las mejores mentes de su tiempo, no cuadra con ninguno de los vigentes o más o menos originales de su época. Su postura ante el mundo del segundo tercio del siglo XIX fue singular y compleja, y no siempre bien entendida por sus contemporáneos. Como ha resumido uno de sus últimos estudiosos, Lucien Jaume, autor de una interesante “biografía intelectual” sobre Tocqueville (2008), éste “acepta la democracia [salida de las Luces], pero sin entusiasmo, ama la libertad, pero le repugna el poder del dinero, aspira a crear una elite ilustrada que eleve la instrucción y la vida material del pueblo, pero detesta el espíritu mercantilista del burgués…” ¿Contradicciones de un espíritu excesivamente sensible y atormentado? El exceso de sensibilidad –cuando no es morbosa es una de las formas superiores de la inteligencia- no parece que pueda desaconsejarse al hombre, pero la lucidez puede a veces engendrar la pesadumbre. Hay que buscar, por tanto, las causas de su pesimismo en la realidad histórica de la primera mitad del siglo XIX.

Sólo un Tocqueville “desde dentro” puede hacer inteligibles las aparentes antinomias que hay en su vida. Pero en este caso resulta particularmente difícil porque se trata de una personalidad no sólo compleja, sino configurada en un medio familiar insólito. La Francia de comienzos del siglo XIX, a pesar de la magnitud de la dislocación sufrida por la Revolución, es todavía rica en “variedad de situaciones” sociales y culturales. La familia de Tocqueville es a la vez “legitimista” e ilustrada; pertenece a la pequeña nobleza provincial para la que el sentido del servicio a la colectividad va de par con una religiosidad austera, más parecida a la estrictamente tridentina del siglo XVII que a la vigente a finales del siglo XVIII. (Díez del Corral fue hace ya muchos años uno de los primeros, sino el primero, en llamar la atención sobre la influencia de Pascal en el pensamiento de nuestro autor). Austeridad religiosa que no es obstáculo para que el entorno familiar sea a la vez un foco de ilustración de la mejor calidad. Por parte de su madre, Tocqueville era biznieto de Malesherbes, venerado por toda la familia, prototipo de noble de las Luces, defensor de la Enciclopedia contra la censura, pero defensor también de Luis XVI ante el tribunal revolucionario, al que no pudo salvar de la guillotina y guillotinado él mismo durante el Terror junto con un buen número de sus familiares. Los padres de Tocqueville recién casados, salvaron su cabeza, porque le tocó antes el turno a Robespierre, lo que puso fin a la atroz matanza. Una vez salvados los restos del patrimonio familiar, los Tocqueville se retiraron a la vida privada en sus propiedades durante el Imperio. En una de ellas nació y fue educado Alexis junto con el resto de sus hermanos por un viejo abate que había sido ya el preceptor de su padre, de tendencia rigorista, y buen conocedor de la literatura del “gran siglo”, por la que Alexis de Tocqueville sentirá toda su vida una gran predilección, sobre todo por los dramaturgos, Pascal y los grandes moralistas.

Su educación –e instrucción- debió completarse durante las largas veladas de la familia, y asistiendo a las conversaciones con los amigos o parientes que les visitaban, algunos ilustres, como Chateaubriand, en las que no pudo menos que se hablara interminablemente de lo ocurrido durante la Revolución, de la indispensable reforma abortada por la incapacidad y el egoísmo de la clase dirigente durante los últimos años del Antiguo Régimen, de los orígenes de la incapacidad de la monarquía para resolver los problemas del país, de la urgencia en buscar terapéuticas adecuadas para curar las heridas sufridas por la sociedad durante la Revolución. Tocqueville fue muy feliz durante su infancia y su adolescencia, cuya imagen conservó fresca toda su vida, y el contraste ambiental –el descenso del nivel humano- que encontró cuando hizo la experiencia del mundo de su tiempo fue, sin duda, la causa por la que nunca se sintió a gusto en él. En septiembre de 1841 escribía a Royer-Collard: “La verdadera pesadilla de nuestra época es no encontrar ante sí algo que amar o que odiar, sino sólo despreciar.” En las Memorias de un turista y en su novela Lucien Leuwen, Stendhal retratará con despiadada pincelada, la Francia de la que no gustaba el hidalgo normando.

Su tendencia al pesimismo, sin embargo, nunca fue un obstáculo al estudio y la acción. Muy pronto descubrió, con increíble intuición, el campo historiográfico que iba a ser objeto de su preocupación: el engendrado por la Revolución, desde sus orígenes en el siglo XVII hasta el suyo. En una carta escrita a su amigo Beaumont en 1829 escribe: “La historia de los hombres, sobre todo de nuestros predecesores más cercanos es la que debemos estudiar. … Conozco los acontecimientos, pero sus causas, los recursos [mentales] que los hombres procuraron a los que las han removido desde hace doscientos años, la manera en que las revoluciones se originaron en los pueblos en aquel tiempo… lo ignoro, y el resto [de nuestras investigaciones], según mi opinión, no debe servir más que a saber bien esto.”

Como juez sustituto en Versailles, percibe de modo concreto e inmediato, la discordia que sigue corroyendo la sociedad francesa. Considera que urge encontrar un terreno de entendimiento nacional, para evitar que los restos de la energía social continúen perdiéndose en odios y luchas fratricidas –“el odio habita una ruina” dice un aforismo de Victor Hugo-, y Francia pueda emprender la recuperación de la sustancia del ideario espiritual que constituye el “argumento” de su vida colectiva. Ha oído hablar, y sabe por uno de sus parientes que ha estado ya allí –Chateaubriand-, que América es una República en la que reina la concordia, y en la que la religión es comúnmente considerada como un ingrediente esencial de la vida social. Y aprovechando el cambio de régimen con la Revolución de 1830, y a la espera de ver por donde van a ir las cosas, pide la excedencia como juez y el permiso de ir, con su amigo Beaumont (también juez) a estudiar in situ el sistema penitenciario de los Estados Unidos. Tocqueville no marcha a América en busca de un modelo –la religión predominante allí es la protestante-, sino de un ejemplo a meditar del que sacar la mayor inspiración posible para aplicarla al caso francés. Parte, además, de la convicción de que la demanda de igualdad social es irrevocable y, para él perfectamente legítima, ya que es una vieja “creencia” de la civilización europea. En efecto, la igualdad en dignidad de todos los hombres es un corolario del cristianismo, y sólo es admisible la jerarquía de las competencias y de las funciones sociales, que cada individuo debe justificar con su conducta, pero en ningún caso la desigualdad humana entre los miembros de las clases sociales.

La impresión que le procura la realidad democrática –social y política- americana es muy contrastada. Piensa que los americanos no son más “virtuosos” que los europeos, pero sí mucho más felices; mas también ve los peligros de un “argumento” de la vida social fundado en el “interés individual o privado”, incluso si cierto “interés desinteresado” por el interés general viene a atenuar el primero; en cambio, las instituciones políticas y la estructura democrática de la sociedad americana acaparan toda su atención e interés. Su problema será el de transponer esas estructuras a Francia, pero con otro “argumento” histórico. Acepta, pues, la democracia surgida de las Luces, pero a condición de “completarla” con una dosis masiva de virtudes que atenúen el deseo desordenado de bienes materiales, y con otro horizonte de idealidad. Lo cual dificulta llegar a un amplio consenso social, aunque a decir verdad, salvo en el ámbito de las clases dirigentes, la sociedad de la primera mitad del siglo XIX no se parecía mucho a la nuestra, lo que dejaba algún margen, al menos virtual, para llegar a una nueva concordia. En el orden económico, en cambio, piensa que hay que acabar con la miseria y estrechez material en que vive la mayoría, y ello con la participación del Estado si la iniciativa social no basta. Pero la satisfacción de las necesidades económicas no debe llevar al fomento de un hedonismo incompatible con el cultivo de la virtud, o a un consumismo frenético, como teme que ocurra en las democracias del futuro. Dicho de otro modo, quiere une democracia sin adjetivos ni paliativos, pero configurada por la exigencias religiosas del cristianismo, lo cual a veces le llevará a alguna aporía, ya que la democracia moderna se constituye en parte contra aquellas. Por otro lado, la religión a la que apela es una religión depurada de los acomodos con la política del Antiguo Régimen que la han desnaturalizado (a causa de la actitud de una parte de la Iglesia), sobre todo los que tuvieron lugar a partir de Luis XIV, lo cual tardará en venir. Resumiendo, desea una “estructura social” nueva y con gran capacidad de innovación en todos los dominios, pero no en ruptura con los valores esenciales que fundan la cultura francesa y de las demás naciones europeas.

Se comprende, por tanto, su escaso éxito en vida tanto en el dominio político, como entre los pensadores de su tiempo. Y que haya sido redescubierto recientemente, cuando ha ido apareciendo a los ojos de todos la falsedad del planteamiento revolucionario –que no de la necesidad permanente de reformas- y, de algunos, de la inanidad moral de una “modernidad” enfocada exclusivamente en la satisfacción del bienestar material; pretensiones elevadas al ideal de finalidad humana y sostenidas mediante una “voluntad de poder” y un nacionalismo agresivo por parte de las grandes potencias, que ha generado en Europa, sino la destrucción de sí misma, las mayores destrucciones de su historia. No es difícil, pues, prever que una de las tareas intelectuales de los próximos años sea la de llevar a su término y plenitud el planteamiento “tocquevilliano” de la democracia como una alternativa –una entre otras, “democracia obliga”- a la crisis del mundo actual. El número de publicaciones al respecto desde hace unos años prueba la pertinencia de tal proyecto. La tarea es de mayor magnitud de lo que puede parecer a primera vista, ya que engloba un ciclo histórico enorme: el que va (desde la perspectiva de la historia francesa) de la segunda mitad del siglo XVII hasta el final de la II° Guerra mundial. Por eso, sólo la utilización rigurosa de la “razón histórica” y de sus métodos puede llevar a buen puerto empresa intelectual tan compleja. Lo que no quita para que, quien lo desee, aporte su piedra al futuro edificio.

Juan del Agua

viernes, abril 04, 2008

Señores, o ustedes o yo

Julio Almeida

El último libro de George Steiner publicado en español contiene una interesante entrevista con Ronald A. Sharp sobre "El arte de la crítica". Cuando se le pregunta por los profesores que más han contado para él, el maestro de lecturas —educado en las lenguas francesa, inglesa y alemana— empieza por el principio: "Estoy encantado de responder. Algunos fueron maestros de escuela. En Francia íbamos al jardín de infancia con blusa azul, llevábamos la cesta de la comida y nos poníamos firmes cuando entraba el maestro. Bueno, pues entra el maestro —aún recuerdo su nombre—, mira a aquellos críos de cinco o seis años y dice: 'Señores, o ustedes o yo.' Entonces supe cuál es el objeto de toda teoría de la enseñanza: 'O ustedes o yo.' Cuando oigo hablar a los colegas acerca de la formación de los maestros en América, yo suelto una risita sarcástica, porque el arte de enseñar se reduce a saber lo que quiere decir esa expresión" (Los logócratas, p. 127). Hacia 1935, ¿qué quería decir aquel noble maestro de escuela de París que empezaba llamando señores a sus pequeños?

La enseñanza primaria francesa ya llevaba medio siglo funcionando cuando el niño Steiner, nacido en París en 1929, originario de Viena, fue a la escuela. En América, según informa Tocqueville en un libro clásico de 1835, medio siglo antes de las leyes de Ferry, la instrucción primaria se hallaba al alcance de todos, y esa fue la originalidad americana; la instrucción superior, al alcance de casi nadie. En cambio en España —lo subrayó Lerena— la escuela primaria se extendió con cincuenta o sesenta años de retraso como mínimo respecto del conjunto europeo. Pero el gran judío, cuya sonrisa recuerda a Billy Wilder, acaso remoto pariente suyo, piensa seguramente en toda enseñanza: de párvulos a la universidad, y de la Grecia clásica, donde empezó la educación, la paideía —léase la magna obra de Jaeger—, a la "masificación universitaria" actual. En España nos acercamos a la mitad de la población de cada cohorte o quinta.

Naturalmente, hay que distinguir de tiempos para concordar derechos y deberes, porque no es lo mismo la clase de párvulos que la enseñanza universitaria. No es lo mismo la escuela pública de los años 50, cuando los asiduos no éramos mucho más de la mitad de los niños entre 6 y 12 años, que la enseñanza obligatoria de nuestros días hasta los 16. No es lo mismo una clase de párvulos con veinte niños que con más de cuarenta, y dígase lo propio de la Secundaria y de la Universidad. Las catorce asignaturas que le tocaron al joven Steiner en la Universidad de Chicago "equivalen" a la mitad de las nuestras (catorce teníamos en Sevilla solamente en los dos cursos Comunes de Letras, nada fáciles), para no entrar en el inextricable bosque bonsái en que andamos perdidos desde 1992. Nunca será igual la educación de nadie con un padre y una madre profesionales, es decir, dedicados a su oficio de progenitores —suerte que tuvimos algunos—, que la habitual circunstancia española actual de una madre y un padre tan volcados en su trabajo como olvidados de su progenie: esta es la novedad absoluta, la cesura que lo desconcierta todo. Con estas condiciones y salvedades, y alguna más que pudiera aducirse, queda en pie la cuestión: "O ustedes o yo."

Tal vez debamos empezar por ahí, por la profesionalidad inherente que, si ha sido norma inmemorial, está brillando por su ausencia en multitud de padres. Cuando el poeta dice que "otro oficio más grato / no hay para unos padres que cuidar a sus hijos" (Leopardi, Cantos, XXIII), podría parecer lo obvio, pero la situación ha cambiado mucho, y lo de la negletta prole, que dice en otro canto, lo vemos todos los días; ha llegado a ser tan frecuentemente negligida la prole, que la normalidad antigua del chico estudioso que sabe que sus padres esperan algo de él —el niño infantilmente moral, que dice Zubiri— causa molestia y está siendo asaeteada tanto en las aulas como fuera de ellas. En Paideia (o Paideía: sólo en el lomo se ve, con lupa, el tímido acento dorado, creo que preceptivo, en la edición del FCE de 1968), libro escrito durante el período de paz que siguió a la primera Guerra Mundial, dice Jaeger en el prólogo a la primera edición en español (Harvard University, 1942), en este gran libro leemos esto: "El sistema griego de educación superior, tal como lo constituyeron los sofistas, domina actualmente en la totalidad del mundo civilizado." El humanista alemán de Harvard nos dirige a Platón, al Protágoras, donde se habla de la posibilidad de la educación. Con discursos razonados y con mitos, entre burlas y veras, como suele el divino Platón presentar a su maestro Sócrates en diálogo con sus interlocutores, se habla de la posibilidad de enseñar la virtud y aun de la enseñanza en general. Los hechos son tozudos y los griegos sabían, como nosotros, que "no tiene nada de sorprendente —razona Protágoras a Sócrates— el que de padres buenos salgan hijos malos y de malos, buenos" (328 b). Para el sofista Protágoras la virtud es enseñable, pero Sócrates no lo tiene tan claro. Ambos están de acuerdo con Simónides en algo: "Sin duda, llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil" (339 b). Pero Sócrates, ayudado por su venerado Pródico, que se halla presente, matiza que llegar a ser no es lo mismo que ser, porque después no es tan difícil, y recuerda las palabras de Hesíodo: "De la virtud, en cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales; largo y empinado es el sendero hacia ella y áspero al comienzo; pero cuando se llega a la cima, entonces resulta fácil por duro que sea" (Trabajos y días, 289). Ello no obstante, cabe la posibilidad de que el hombre bueno llegue a ser malo, "pero no cabe que el malo llegue a ser malo, porque lo es necesariamente siempre" (344 e). Más todavía: "Muchas veces, por ejemplo, a una persona le cae en suerte una madre, un padre, una patria o algo por el estilo, un tanto especiales. Los que son malos, cuando les sucede algo de esto, lo ven como con agrado y con sus reproches sacan a la luz y divulgan los defectos de los padres o de la patria... Los buenos, por el contrario, disimulan y se esfuerzan en procurarles alabanzas" (346 ab).

Y en el diálogo sobre la virtud vemos y oímos a Sócrates repasando la vida de hijos de hombres notables. Sus habilidades en cuanto se refiere a la música y a la lucha nada tienen que envidiar a ningún ateniense; pero ¿en lo tocante a la virtud? Ahí ya no hay seguridad. "¿Cómo admitir que Tucídides, que hacía dar a sus hijos una formación tan costosa, se hubiera negado a hacerlos personas virtuosas sin gastar nada si la virtud se hubiera podido enseñar?" (Menón, in fine). Andando el tiempo sería el lamento del emperador Marco Aurelio, por ejemplo, cuyo hijo y sucesor Cómodo, gran luchador en la arena, no era precisamente un dechado. Hoy diríamos que la virtud no es enseñable siempre, con seguridad; que la virtud del modelo la comprende quien la desea y la busca. Sólo quien se halla de algún modo predispuesto la aprende y la emprende, y debe recordarse la parábola evangélica del sembrador, y luego la de los talentos, así como la metáfora próxima de Nietzsche, hablando precisamente de los virtuosos: "Reja de arado quiero ser para vosotros" (Zaratustra, II, 2). Que Zaratustra quiera ser reja de arado no significa desde luego que el joven vaya a dejarse ablandar o arañar su alma refractaria. Al principio del cuatrimestre vemos ojos desconfiados y ariscos; son caras anónimas y duras que nos contemplan y que después de un tiempo, tal vez, logramos ablandar. Con suerte se estira algún cuello (como solían los oyentes de Sócrates, según Platón), pero por desgracia muchos permanecen estaférmicos, impermeables.

En una de sus escasas colaboraciones en la prensa, porque se cumplía el XXV aniversario de Ortega como catedrático, su discípulo Zubiri escribió en El Sol un breve artículo "Ortega, maestro de filosofía", que concluye así: "Si el ser alumno pertenece al pasado, el ser discípulo pertenece a lo que no pasa." El artículo puede leerse en el libro póstumo Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944). ¿De cuántos hemos sido en efecto alumnos pasajeros? De muchos, olvidables y olvidados. ¿De cuántos, discípulos, a quienes recordamos con vívida gratitud? De muy pocos, y, como le sucede a Steiner, yo tengo la suerte de rememorar con alegría a mi maestra de párvulos, cuya letra fue la mía durante el primer decenio de mi escritura; me emociona saber que su habla de Fontiveros está en mi origen. Del fundador de la filosofía española en el siglo XX dice Zubiri, en un párrafo muchas veces citado: "Fuimos, más que discípulos, hechura suya... Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir: la irradiación intelectual de un pensador en formación." Bueno, para eso están los libros, y ahí se equivoca el viejo Sócrates. No podemos imaginar la historia sin las semblanzas de Platón y de Jenofonte. ¿Qué haríamos sin el Evangelio, que transmite las enseñanzas de Jesucristo?

En el siglo I de nuestra era, Séneca escribe largamente a Lucilio epístolas que han llegado hasta nosotros. Y recuerda a su maestro Átalo: "Una misma finalidad deben proponerse el maestro y el discípulo: el primero ser útil, el segundo aprovechar." Si no hay tal, ¿qué queda? Si no hay tales, porque no basta una sola parte. "El que acude a la escuela de un filósofo —dice en la epístola 108— es necesario que todos los días obtenga algún provecho: que regrese a casa o más sano o más sanable." Y sin embargo... "¿No conocemos a algunos que han frecuentado durante muchos años la escuela de un filósofo y ni siquiera han acusado su impronta?" Hoy decimos de algunos que han pasado por la universidad, pero la universidad no ha pasado por ellos; digamos que no se les nota, como si se hubieran mitridatizado, como si hubieran hecho voto de ignorancia. Porque "quien va a tomar el sol se bronceará, aunque no vaya por este motivo". El filósofo romano escribe bien: "Unos hombres por cierto muy obstinados y asiduos a los que no llamo discípulos sino inquilinos de los filósofos." Podríamos llamarlos figureros o cosas peores.

Después de aquel maestro de primera infancia, Steiner confiesa que en Chicago se topó con personas que vivían el pensamiento. Esta es la cuestión; mejor dicho, la primera parte de la misma. El joven estudiante de Chicago coincide en el tiempo con el joven profesor Marías en el Wellesley College: 1948, 1951 (ambos recibirán, en 1996 y 2001, el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades). Para el fundador de nuestra revista, como se recordará, el supuesto de la docencia viva es la efectiva vida intelectual. Sólo quien tiene tal vida puede contagiarla, y teme que la universidad americana, ya numerosa por los años 50, no disponga de fermento suficiente. Cuando su maestro Zubiri recibió en Madrid, en su casa de Núñez de Balboa, a Werner Heisenberg, recordaron su convivencia en Berlín, cuentan sus biógrafos. El filósofo español admiraba profundamente a aquellos jóvenes físicos, pero le desconcertó el modo de vida que llevaban muchos de ellos. "Tuve la impresión de que el profundo saber de aquellos científicos no arraigaba en un modo de vida consonante con su valía intelectual" (J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, p. 581). Adviértase que cuando Marías terminó los estudios de licenciatura, en 1936, eran siete: "los siete magníficos" pudieron ser llamados.

Y probablemente nunca será lo mismo la actual "masificación universitaria" que los cuatro gatos estudiosos que hemos sido hasta hace poco. Digamos masificación entre comillas porque en España se trata de masas inducidas, de estudiantes "organizados" en clases numerosas; numerosas en ambos sentidos: mayor número de asignaturas y de horas que se alargan y se bifurcan, y excesivo número de estudiantes por aula. Como resulta que los estudiantes crecen en España más que los empleos, la OCDE nos suspende, porque una carrera universitaria no aumenta las posibilidades de encontrar un buen trabajo, y la tasa de paro entre titulados universitarios de 25 a 34 años es del 11,5 por ciento, una de las más altas de Europa, que se sitúa en un 6,2 por ciento (El País Semanal, 14.1.2007). Como si nos gustara la masificación, se construyen viviendas chicas en calles angostas cuyas aceras estrechas se cubren de quioscos y de veladores y de decibelios: aire público estupefaciente; hasta la ministra de la Vivienda, que un día nefasto quiso promover micropisos, tuvo que dar marcha atrás y exigió a las Comunidades Autónomas que no se pasaran, que no se pusieran en el mercado viviendas con menos de 30 metros útiles. Las farmacias deben guardar cierta distancia, pero los bares ocupan el espacio con insolencia, es decir, con solencia desmedida; con seis establecimientos de comida y bebida por cada mil habitantes (véase María Ángeles Durán, El valor del tiempo) España se pasa, se descomide. ¡Más bares en menos sitio edificado! Menos holgura y más gritos. Y al igual del espacio, las jornadas pueden apretujarse en tres o cuatro días lectivos insufribles que alternan con botellones, con descansos descomedidos. "Lo más frecuente es que las viviendas, siempre según datos del INE, tengan cinco habitaciones y 80 metros cuadrados de superficie", escribe Durán. Las casas chicas se están haciendo normales. ¿Dónde se formará la conciencia, la personalidad moral?

Ahora bien: a diferencia del espacio, carísimo, matricularse en la Universidad es muy barato, y los jóvenes acuden en tropel a aulas infravaloradas de entrada, sobredimensionadas hasta lo imposible, deploradas indefectiblemente a la salida. Yo diría que estamos ante una universidad malbaratada. Los profesores universitarios, empezando por los rectores, se preguntan si tiene futuro la Universidad, y la respuesta es siempre afirmativa; pero habrá que cambiar algunas reglas de juego para que el desencanto —construido paso a paso, por acción y omisión— sea menor y no cunda ni predomine. De entrada, el Estado debe gastar o invertir más por alumno y éste tiene que pagar mucho más por su matrícula, si queremos que valore lo que hace y se comporte en consecuencia. Hoy se están matriculando muchos en la Universidad para pasar el rato. En el Eclesiastés leemos que "un solo fallo echa a perder muchos bienes, una mosca muerta echa a perder un perfume" (10,1). Estamos ante fallos contrastables y resolubles, y están en juego muchos bienes. Una Universidad tan barata y sobredimensionada no puede ser excelente; y una Universidad sin excelencia frecuente, ¿qué es? Pero antes de la Universidad hemos de pedir más a las enseñanzas primaria y secundaria, como bien dice el rector de la Sorbona. Siguiendo con los libros sapienciales, "la instrucción es como su nombre indica: no se manifiesta a muchos" (Eclesiástico 6,22). Parece como si el autor pensara en nuestra instrucción pública. Finalmente, hay que recordar a los padres que los hijos no se educan solos, que deben convivir más con ellos todos los días; en 1995, una estadística habló de una media de diecisiete minutos en España.

Secuacidad desaforada

Tal vez debido a la "desprofesionalización" de padres y ahora de madres, los niños y los jóvenes se buscan y consensúan pautas nuevas. Volvamos a Protágoras: "Desde la más tierna infancia y durante toda la vida enseñan y amonestan a sus hijos. Tan pronto como el niño comprende el lenguaje, la nodriza, la madre, el preceptor y el padre mismo se esfuerzan constantemente para que sea el mejor en este terreno. En cada acción y en cada palabra le enseñan y le explican qué es justo y qué es injusto, qué es bello y qué es feo, qué es piadoso y qué es impío, qué hay que hacer y qué no. Si el niño obedece, bien; si no, le enderezan con amenazas y cachetes, como se endereza una vara torcida y curvada" (325 cd.; utilizo la traducción de Julián Velarde Lombraña). Esta ha sido la historia grosso modo. Siempre habrá buenos y malos; pero si los niños son abandonados por sus progenitores desde su nacimiento y los horarios de guardería se alargan como los suyos, ya estamos viendo lo que resulta: anomía de chicos irreales enganchados a la pantalla, cantidad de universitarios que carecen de libido sciendi. Después de un atraso considerable, la escuela española ocupa demasiado la jornada de los escolares, cuyos padres a su vez se ocupan en la jornada más morrocotuda del universo y en los bares más ruidosos, baratos y frecuentados del orbe. Estas condiciones ¿son inmodificables?

En Persona, en un capítulo sobre el origen de la misma, Marías advierte que "la función del aburrimiento en la vida infantil es decisiva, y casi siempre pasada por alto". Desde que tiene uso de razón, el niño empieza a anticipar su vida, se imagina el futuro en forma de expectativa, imagina proyectos y recursos. Sí: tal vez un poco de aburrimiento infantil es condición necesaria que conduce a la posibilidad de que la persona adulta no se aburra nunca. Hacen daño los padres que obligan a sus hijos a pringarse en multitud de cosas, olvidando las tareas escolares. Y los pedagogos, unos u otros, colaboran en la destrucción. Hasta donde llegan mis noticias, quien mejor ha visto esta cuestión es Juan Rof Carballo, en un libro excelente cuya primera edición data de 1966: "¿Como va a aceptar el pedagogo[,] que, frente a la complejidad de la ciencia actual y con el pretexto de que a toda costa ha de prepararse a las nuevas generaciones en las modernas técnicas, instaura métodos de enseñanza que no dejan tiempo de reposo ni de meditación, ni espacio para el juego, en el fondo 'sádicos', atendiendo a los avances 'tecnificados' de las ciencias de la educación, pero con menosprecio de los conocimientos adquiridos en la experiencia psicoterápica[,] que él mismo, con estas técnicas, inconscientemente promueve la agresividad y la violencia?" (Violencia y ternura, 3ª edición, p. 333). El párrafo queda más claro con un par de comas olvidadas.

El arte de enseñar —o ustedes o yo— es una disyuntiva que presupone dos partes: un maestro con vocación y un aprendiz con deseo de aprender. Pero ya no estamos en la Grecia clásica; también queda lejos el Seiscientos, cuando san José de Calasanz (este año se cumple el 450 aniversario de su nacimiento en Peralta de la Sal, Huesca) dirigió en Roma una escuela para niños pobres que quisieran asistir. Adviértase: pobres, que querían. Ahora los chicos y las chicas tienen educación obligatoria y bastante dinero. Han cambiado las condiciones y "condiciones rompen leyes". Luego, ni oímos al santo: Cum unus praeceptor ad summum quinquaginta discipulis satisfacere possit... Es decir: alumnos in-educados por padres idos, adinerados, han de ir a un sistema escolar endeble, a centros sin director/a estable donde muchos escolares campan con impunidad. En casa, como los padres trabajan tanto fuera, el niño, con frecuencia, ve que no necesita trabajar. Brillan por su ausencia padres y directores profesionales, y se nota. Y sin pautas —"a mí nunca me han dicho lo que tengo que hacer"— los chicos se buscan, se organizan y se malean a discreción. San Agustín, santa Teresa, todos los padres lo han sabido siempre: "Espántame algunas veces el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello no lo pudiera creer" (Vida, 2, 5). Padres hay que ven el problema y los ayudan a tiempo, pero muchos hacen caso omiso y se produce la catástrofe. Ergo: para enseñar la virtud (como para seducir al vicio) se necesita que lo quiera el docente, más o menos virtuoso; pero tal condición necesaria no basta: además, tiene que quererlo y buscarlo el otro. Si no, es la pena negra, es una pena de amor perdida. Como cuando alguien enciende un cigarro en público o en televisión: muchos lo hacen miméticamente; pero ¿cuántos nunca imitamos ese gesto, aunque hagamos otros? Hay algo personal, de bueno o de malo, en cada uno, que se refuerza a la vista del modelo, del ejemplo. Así lo vio Scheler.

Quien pasa por fundador de la antropología filosófica, Max Scheler, en una conferencia en Berlín en 1925 sobre "El saber y la cultura", se pregunta por el más vigoroso medio para estimular ésta. ¡Muchas cosas! dice. Pero el primero y mayor estímulo de todos para que obedezcamos a la llamada de nuestro destino "es el modelo valioso de una persona que ha ganado nuestro amor y nuestra veneración" (Metafísica de la libertad, p. 163). ¿Y si no se siente destino alguno? ¿Hay melancolía mayor que la de ese que rebota siempre, que no siente estusiasmo por nada ni por nadie?

Durante siglos el hombre ha hecho de la necesidad virtud. "Mala cueta es, señores, aver mingua de pan", dice el Cantar de Mio Cid en el verso 1178; pero con mengua de pan y con otras cuitas, porque todas las generaciones desde Adán han conceptuado sus tiempos difíciles, hemos trabajado donde nos invitaba la circunstancia, donde nos proponía el destino: en las aulas o donde tocara. En España —en la Unión Europea— no hay ya tanta necesidad, y tal vez por eso desaparecen algunos virtuosos efectos. Ya lo sabían en la Antigüedad: "El más poderoso principio de males entre los hombres [es] el exceso de bienes." Lo dice Menandro, discípulo de Teofrasto, a fines del siglo IV a. C., y lo recoge Plutarco al comienzo de nuestra era. Hay exceso de bienes, que sin serlo tanto, sí lo es en relación a la tradicional sobriedad; hay exceso de recursos y falta de padres, factores ambos que se combinan para dar a luz a una rara vida parasitaria sin precedentes; una vida sin proyectos, como acreditan esas bandas de adolescentes que se aburren en la calle. Ambas generaciones de consuno: hijos hartos de pan y de circo y faltos de musculatura espiritual no se independizan porque no pueden, según parece; y los padres, proveedores de pan y de todo menos de lo principal, están dando un espectáculo nunca visto. Es muy difícil encararse con niños que no han sido "prisioneros del amor diatrófico".

La verdad verdadea, dice Zubiri; brilla y se impone antes o después. Sí, y la mentira se consensúa. Unos y otros están haciendo la experiencia de la burla, y después de siglos de esclavitud o de servidumbre, casi nadie quiere llamar señor a nadie. Si los locutores de los telediarios aparecen diciendo: "Saludos, buenas tardes, Andalucía", o, tras la entradilla de las desgracias cotidianas, "hola, buenas tardes", "qué tal, muy buenas noches"; si priva el descaro y se cultiva la chabacanería en televisión y en casi todas partes; en fin, si ni el presidente del Gobierno se digna hablar de usted al ciudadano, ¿dónde encontraremos maestros de escuela que saluden con señorío a sus pequeños? Un profesor del instituto no se cansaba de animarnos con voz grave, viniera o no a cuento: "Sed nobles." Para aquel ilustre canónigo, hace medio siglo, siempre venía a cuento la palabra y daba que pensar. Rari nantes? Depende.

Como aquel su primer maestro, George Steiner tiene razón. Aquí enseño yo, si ustedes lo desean y me lo permiten. ¿Pero si no quieren? Los que no quieren, los que acuden invitados por una tasa universitaria demagógica, ¿para qué se acercarán a las aulas, si carecen de curiosidad intelectual? En la enseñanza obligatoria no hay opción, aunque menos opción tuvieron sus padres, ¿pero después? En el Alma mater, que todavía mantiene algún lustre, entre que la matrícula es tan barata y el sobredimensionamiento único, no podemos estar en cabeza. Porque todo empieza muy pronto, y para cuando se elige de veras, a los dieciséis o dieciocho años, hay mucho camino andado. "Dadme los seis primeros años de la vida de un niño —dice Kipling hablando algo de sí mismo— y os cedo los demás."

Julio Almeida. Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba

viernes, febrero 22, 2008

El poder temporal y la Iglesia

Por Juan del Agua
Empecemos por una rápida y esquemática evocación histórica de la cuestión. La función del poder temporal es la de fomentar toda clase de recursos, tanto materiales como culturales, con vistas a la mejor realización colectiva posible del proyecto histórico en que la sociedad que regenta ese poder consiste. Se trata, por tanto, de una tarea cuya finalidad es la de mantener la supervivencia de una colectividad mediante los niveles más altos de acierto gubernamental.

Resulta aquí inútil enumerar todas las cualidades humanas que tan complejo menester requiere. Quien quiera hacerse alguna idea del asunto lea una historia del paradigma romano antiguo. Con ello sólo quiero hacer referencia a los contenidos y a la estructura del poder romano y al papel que el pensamiento político y el derecho juegan en él. Pues bien, gracias a la indiscutible sabiduría política de los romanos –no exenta de injusticias que la empañan, con razón, a nuestros ojos- el Imperio romano sobrevivió en Oriente hasta 1453 (caída de Constantinopla) y en Occidente se transfiguró en lo que, durante la Edad moderna, se convertirán las naciones europeas.

El cristianismo fue el catalizador de esa transfiguración o metamorfosis de la civilización romana en lo que, desde el comienzo de la Antigüedad tardía, va a ir emergiendo como civilización occidental. La Iglesia se va a constituir, pues, como un nuevo poder, el poder espiritual, pero no se va sustituir al otro ya en plaza, el poder temporal, sino que va a colaborar con él, más o menos armoniosamente unas veces, en pugna otras, conservando cada cual la función específica que le cualificaba. En cualquier caso, lo que sí me interesa subrayar aquí es que el pensamiento filosófico siempre estuvo presente tanto en la elaboración de las teorías políticas, como en la de las Sumas y los tratados teológicos. Cuando a partir de la Revolución francesa (en realidad a partir del triunfo, en la segunda mitad del siglo XVII, en muchas monarquías de la “razón de Estado” maquiavélica) el poder temporal rompió los lazos que le unían al poder espiritual, no por ello abandonó el pensamiento político, sino que continuó produciendo innumerables “ideologías”, si bien, la mayor parte de las veces lo fue para intentar justificar su acción o “voluntad de poder”, más que para ahondar en la fundamental noción del bien común. Se podría hacer un catálogo razonado de las consecuencias que en la vida occidental han tenido las políticas de las grandes potencias fundadas en “ideologías” desde comienzos del siglo XIX, pero no es este el lugar adecuado para ello. Por poner un ejemplo diré que, si las potencias beligerantes de la Primera Guerra mundial hubieran accedido a las súplicas y las razones del papa Benedicto XV para ponerse alrededor de una mesa a hablar de paz en vez de continuar sumiendo a Europa en un campo de ruinas y de millones de muertos en nombre de la más cínica libido dominandi (codicia de dominación) disfrazada de Kultur por un lado, y de civilisation por el otro, se hubieran evitado innumerables desgracias y males a los pueblos de Europa y de otras partes.

Sin embargo, con el triunfo de los totalitarismos de todo tipo -no sólo político- que empiezan a pulular a partir de los últimos años de la década 1910 –consecuencia, en parte, de la guerrona que acaba de concluir- se va a ir sustituyendo el pensamiento en el orden político por la más cínica arbitrariedad disfrazada de ideales muy altos, pero que en realidad no es sino la encarnación de los deseos, intereses o conveniencias de las grandes potencias o de algunos grupos poderosos de presión. Esta actitud arbitraria no se limita únicamente al dominio de la política, sino que, proveniente del fondo del alma contemporánea, destiñe sobre el conjunto de las formas de la vida del hombre del siglo XX. Ahora bien, para que la vida colectiva pueda proyectarse con una esperanza razonable de acierto en el futuro, de una forma más concreta, para que el hombre no vea recortado el horizonte de su porvenir por un muro de barbarie y decadencia irremediable, es necesario respetar la consistencia de su íntegra realidad – natural, histórica, económica, social-, respeto que implica, además de la renovación constante del patrimonio cultural ante las nuevas circunstancias, un pensamiento creador de nuevas posibilidades humanas. Ahora bien, es precisamente en nombre de la libertad de conciencia que la Iglesia interviene hoy. Porque esa libertad no consiste en transformar -y declarar- un error voluntario, una perversion moral o una obsesion irracional en verdad o realidad plenaria y legitima, sino que, afincada en el seno de la libertad ibnterior, es la actitud que el hombre toma para enderezar errores graves utilizando de modo recto la razón natural.

Cuando el poder temporal, confundiendo la forma política de la democracia con los desiderata nihilistas y, por tanto, totalitarios de algunas minorías que producen una fuerte discordia social, amenaza con ello el futuro de la colectividad, no debiera causar sorpresa que la Iglesia, como poder espiritual que continua siendo, recuerde la necesidad de respetar la consistencia de la realidad, siempre que respete la libertad de conciencia y se atenga a lo que podríamos denominar, con palabra escolástica, la razón natural, la razón común de todo humano, al menos a los pertenecientes a la misma civilización. Se entiende muy bien que se reprochara a la Iglesia, aunque habría que hacerlo con ecuanimidad y conocimiento de causa, que no siempre haya denunciado los desmanes contra el derecho o la justicia, pero se debería, en cambio, señalar el acierto que supone retornar a hacer uso de su poder espiritual, tanto más cuanto el temporal muestra singulares fallos en el ejercicio del suyo. Es inútil intentar justificar que sólo el respeto de las condiciones de lo real hace posible la realización de una vida verdaderamente humana, es decir, rebosante de sentido. Los que reducen la realidad del hombre a la satisfacción de sus pulsiones primarias difícilmente pueden comprender que la vida tenga metas de muy otra racionalidad. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que cuando la Iglesia recuerda la dimensión racional del hombre, no sólo habla de razón abstracta, sino que, para ella, razón y renovación de la interioridad son las dos caras de la realidad humana más honda y esencial. Pues sólo a partir del intenso y permanente cultivo de las cualidades intrínsecas que encierran los caracteres constitutivos del hombre, éste conserva su mismidad y se mantienen abiertas las condiciones para una reformación general de todos los ámbitos de la existencia humana, cuando ello se revela necesario, como ocurre en estos momentos en las llamadas sociedades occidentales.

Juan del Agua

Pau, febrero 2008

Un liberal en ejercicio

Discurso pronunciado por D. Francisco Javier Salgado Arribas en el Auditorio de la Casa de Soria el día 20 de enero de 2006, como homenaje a D. Julián Marías, fallecido el pasado 15 de diciembre.



Cuando leí, durante mi adolescencia “ La filosofía española actual “, no pensé que llegaría a conocer a Julián Marías, ni tener un trato directo con él. Pero al trasladarse mi abuela a la casa del Collado nº 3 en Soria las cosas cambiaron. Empecé mis vacaciones de verano observando a Julián Marías en el mirador de abajo, leyendo libros y curioseando la calle, llena de vitalidad, como glosó en algunos artículos memorables.

Mi trato con el Maestro se limitó a esporádicos encuentros en la escalera de la casa, desde la cual, Julián Marías aparecía en la oscuridad con cara de haber estado hablando directamente con Aristóteles, por lo concentrado y la falta de respuesta al saludo.

El ser vecino de tan ilustre personaje me motivó para seguir leyendo su obra y beneficiarme de su magisterio, que con el de Ortega formó las ilusiones de aquellos años setenta llenos de esperanzas españolas.

En esos años aparecieron también por azar los libros de Ortega y Marías en la colección “ El Arquero “ y la colección “ El ALCIÖN “ a precios muy rebajados en “ El Corte Inglés “, lo que me permitió hacerme con una biblioteca de sus libros por poco dinero y gran regocijo por mi parte. La intimidad con su obra se acrecentó muchos enteros.

Julián Marías es un maestro que permite alcanzar una formación al nivel de nuestro tiempo. Sus libros son de una gran generosidad en cuanto a referencias de autores y textos, desde su “ Historia de la Filosofía “ hasta el “ Diccionario de Literatura española”, libro lleno de citas biográficas y bibliográficas en los apéndices que lo enriquecen, además de los artículos propios del diccionario, muchos de ellos escritos directamente por Julián Marías.

Esta labor iniciadora en el mundo de la cultura y de la filosofía es inapreciable para una persona que quiere orientarse en el mundo y, como dice Ortega, “Estar a la altura de su tiempo “. La misma labor fue realizada en el mundo del cine, el gran educador sentimental de nuestros días, que recibió continua atención por parte de Marías, incluso fue objeto de un curso de los muchos que dio en sus últimos años, recordado por todos nosotros.
Sus múltiples artículos sobre cine dieron lugar a dos libros, el primero se llamó “ Visto Y no visto “, selección de artículos de La Gaceta Ilustrada, y un segundo libro que pretendió ser exhaustivo de sus escritos sobre cine y solo tuvo un tomo “ El cine de Julián Marías “ con una fortuna editorial adversa, y se quedó en eso.

Además de sus innumerables libros, los que asistimos a sus cursos, que somos los protagonistas de esta Asociación , adquirimos o debiéramos haber adquirido eso que Marías señalaba como el espectáculo del pensamiento en estado naciente, la mejor manera de enseñar a pensar a los demás y que esperamos dé sus frutos en el tiempo.

El magisterio de Julián Marías acogió a todas las personas que se acercaron a él y a las que desde lejos se orientaban con su ejemplo y sus escritos. Su vida es una enseñanza continua de plenitud personal, llena de valentía civil, sin alardear por ello y arrostrando los sinsabores de la independencia. En una sociedad como la nuestra, dónde las personas tienden a ser cobardes en la vida civil, su figura sobresale por encima de sus compañeros de generación y de todas las generaciones presentes hasta poder afirmar que “ Durante unos veinte años, si no el único liberal, creo que he sido el único liberal en ejercicio, que lo era activa y públicamente “.








Su ejemplo será guía y orientación permanente de los españoles durante muchos años, aunque los intentos de silenciar su persona y su obra actuarán de manera constante para cerrar el horizonte de posibilidades personales de los españoles, como ya ocurre con las obras y figuras de Azorín., Menénddez. Pidal, Marañón, Dámaso Alonso, y tantos que pertenecen a esa tercera España sin banderías ni partidos, buceadora de la verdad, la belleza y el amor a España.

Julián Marías es fruto y cosecha de una España renovada que nace de los intentos de superar la época de la discordia posterior a la aparición de las dos Españas, consecuencia de la Revolución Francesa y la invasión napoleónica posterior. Significó la pérdida de una generación con respecto al nivel europeo, según Marías, y que se recuperó gracias al esfuerzo de la generación del 98 y siguientes, dando lugar a un nuevo Siglo de Oro español que llega hasta por lo menos la muerte de Julián Marías digno continuador de los grandes autores que hicieron posible un siglo de innovación constante.

El estudio de todos los autores protagonistas de la aventura de la España renovada tuvo en Julián Marías, su más destacado estudioso , propiciando muchos libros sobre ellos y por encima de todos sobre Ortega su maestro. Varios cursos de Colegio Libre de Eméritos, otra creación suya, versaron sobre “ El legado de España al siglo XXI “, con recuerdo de gran parte de los mejores españoles.

El nivel alcanzado por los españoles a lo largo del siglo XX permitió poner a España a la altura del tiempo, al menos en los más ilustres, pero la guerra fratricida de 1936, truncó las posibilidades españolas durante mucho tiempo. Frente a esta situación Marías respondió mostrándose fiel al pasado de España más reciente, al anterior y sobre todo al futuro de nuestro país. Futuro solo imaginado por él como posible y por pocos más. Esta fidelidad al futuro le permitió seguir luchando frente a las adversidades y ser guía de generaciones enteras de españoles que se hubieran perdido en una sociedad sin apenas referentes.

Su ejemplo es clave para los nuevos tiempos que se avecinan, tiempos difíciles en los que se hace necesaria su valentía y su coraje frente a la manipulación y la mentira, la falsedad y la amenaza. Aún así su recuerdo y su alegría nos harán más fuertes ante las adversidades , frente al paso de los años y el tránsito a la otra vida.

Vida otra, pero más vida incluso que esta, con las personas amadas y las personas por amar que no conoció en vida pero que estudió y glosó como nadie y que merecen nuevos amores repetidos.

Nosotros quedamos aquí, huérfanos de su persona pero anhelantes de nuevos caminos que transitar. Continuando su obra y su destino que es el nuestro y el de España. Y no solo de España, pues sus continuos viajes a América –dejó de contar cuando llegó a los doscientos- y sus múltiples lectores al otro lado del océano, le auguran una continuidad en esas tierras tan queridas por él.

La vida pues continúa, el tiempo pondrá a cada uno en su sitio, aunque su obra tenga épocas de ostracismo y otras de plena vigencia. Hay que recordar lo que dijo Marañón: “ Todo lo que hoy parece inconmovible habrá desaparecido, porque es divina ley que desaparezca. Y quedará tan solo, el libro donde anidó el verso o la idea. Porque en esas letras grabadas en frágil hoja, hay , sin duda, un poco de la huella de Dios “.

Universidad malbaratada

por Julio Almeida

Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
¿En manos de qué orfebres estamos?
[1] Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.






Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
¿En manos de qué orfebres estamos?
Julio Almeida. Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.